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Esa mañana la tripulación daba conatos de amotinarse, querían ir a una playa, bañarse y tomar el sol pero las playas de la zona estaban abarrotadas y logré convencerlos de que, a pesar de que nuestro destino inicial era Faro, había otros puertos de camino y que, después de fondear en el sitio que eligiésemos, podíamos entrar en cualquiera de ellos. Con ese plan de navegación nos hicimos a la mar ese día.
Estábamos entusiasmados con la belleza de la costa del Algarve portugués. Espectaculares calas aparecían entre los, no menos, imponentes acantilados. Alberto, con su camisa a rayas horizontales azules y blancas y su afán por que las “lanitas” fuesen siempre paralelas se había ganado el sobrenombre de “ el Genovés” y fiel a su nuevo rol iba haciendo pequeños ajustes a las velas.
Divisamos unos mástiles en la costa y decidimos acercarnos. Allá donde fueres haz lo que vieres, pensamos. El mástil más alto resultó ser de un catamarán que se había acercado hasta la misma orilla de la playa. Había otras embarcaciones fondeadas y decidimos que era un buen sitio para quedarnos. Buscamos una zona menos concurrida al oeste del fondeadero. El agua estaba transparente y se apreciaban las zonas oscuras y claras de piedra o de arena. En una mancha clara largamos el ancla, comprobamos que el barco no garreaba y por fin pude relajarme.
No estaba cómodo, era el primer fondeo y no me sentía seguro. Miguel se había tirado con las gafas de buceo y comprobó que el ancla estaba bien clavada al fondo. Me tiré para verlo con mis propios ojos. El ancla estaba bien sujeto en medio de una plaza de arena a unos 4 metros de profundidad y volví al barco aliviado. Me quedé a bordo por precaución mientras los demás se bañaban y disfrutaban del día. Preparamos una suculenta comida y dimos buena cuenta de ella en la bañera.
Cuando nos dimos cuenta las condiciones habían cambiado, la ola era más incómoda, el viento arreciaba y al rolar nos estábamos acercando peligrosamente a unas rocas. El fondeadero se había vaciado sin darnos cuenta, ¡era el momento de largarse de allí! Arranqué el motor y poco a poco nos fuimos aproximando al ancla mientras Miguel y Alberto, en proa, recogían la cadena con el molinete eléctrico. Cuando estábamos en la vertical del ancla el barco empezó a dar unos bruscos y fuertes cabeceos que amenazaban con arrancar el molinete y destrozar la proa. Comprendí lo que estaba pasando y ordené largar el fondeo de nuevo. ¡El ancla se había enganchado!
La situación era cada vez más peligrosa, el viento y el mar aumentaban por momentos. Jaime y Miguel se tiraron al agua con los equipos de apnea. Yo tenía que mantener el barco de tal manera que la cadena no tuviese tensión para poder liberar el ancla. Pasaban los minutos y observaba impotente como, cuando salía Miguel a Respirar bajaba Jaime y cuando este subía, se zambullía Miguel. ¿Por qué no se coordinarán para bajar a la vez? Pensaba.
Miguel nos informó de que el ancla se había quedado encajado en una grieta entre las rocas. Jaime, con menos capacidad pulmonar, no era capaz de llegar al ancla y no paraba de decir que había mucha profundidad y yo no alcanzaba a comprender como había podido subir tanto la marea.
La situación estaba estancada, el viento no dejaba de arreciar y las olas cada vez eran mayores. ¡Había que actuar!, el más corpulento era yo, así que me calcé las aletas de Jaime, me ajusté las gafas y decidido di avante al motor hasta la vertical del ancla. Dejé el gobierno en manos de Alberto y me lancé al agua.
El ancla no estaba a tanta profundidad, unos 5 metros. Las marcas en la arena no dejaban lugar a dudas. Habíamos garreado hasta una grieta formada por un estrato disuelto de roca sedimentaria y allí se había terminado de encajar el ancla. Tomé aire y me sumergí.
Desde pequeño me ha apasionado el mar y el buceo. Siempre que iba al mar pasaba el día, de sol a sol, con gafas y aletas recorriendo todo el fondo marino y más adelante, cuando crecí algo, lo hacía armado con un pequeño fusil de pesca submarina que ya había amortizado sobradamente. En mis buenos tiempos era capaz de aguantar tres minutos la respiración pero desde entonces llevaba mucho tabaco fumado.
Fui compensando la presión de los oídos según descendía hasta que llegué al ancla, ¡estaba bien enganchado! Con un gran esfuerzo, tras poner los pies en el suelo y tirar fuerte logré desencajar el ancla, pero no era suficiente, ahora se movía pero no era capaz de sacarlo de la grieta. Tenía que llevar el ancla hacia atrás, donde la grieta era más ancha y allí intentar sacarlo. Los primeros centímetros me costaron una eternidad, cada vez que conseguía mover el ancla se volvía a trabar pero, poco a poco, iba avanzando. Al final, ya sin aire, con los pulmones ardiendo y sabor a sangre en el paladar conseguí colocar el ancla en lo alto de la fisura. No aguantaba más, tenía que salir a la superficie a respirar aire fresco. En el ascenso no me percaté de que la cadena había vuelto a caer a la grieta, arrastrando con ella al ancla hasta el fondo.
Estaba en la superficie, la adrenalina bullía por mis venas y había soltado el tubo para poder llenar mejor los pulmones de aire. Tenía el corazón a mil y no había tiempo que perder. ¡Tenía que recuperar el gobierno del barco! Nadé todo lo rápido que pude hasta la popa para encaramarme a ella. Al ir a subir por la escalerilla una mala ola hizo que me rozase toda la espinilla derecha. Subí a la bañera con ella sangrando y ordené a Alberto que fuese al molinete.
¿Y EL MORTA? ¿DONDE ESTÁ EL MORTA? Grité
No ha salido contestó Natalia
Miguel había visto como el ancla volvía a caerse dentro de la grieta y se había sumergido para zafarlo mientras yo me dirigía de vuelta a la bañera. Este apareció delante de la proa gritando RECOGE RÁPIDO RECOGE RECOGE
Por fin habíamos conseguido cobrar el fondeo y alejarnos de las peligrosas piedras. Mientras nos alejábamos a motor el barco se movía como una coctelera y decidimos izar la mayor con dos rizos y cazarla en crujía para estabilizar el balanceo. Nuestro destino, a pocas millas, se encontraba proa al viento.
El poniente seguía arreciando y las olas, picudas y muy seguidas, no dejaban de aumentar de tamaño. Estaba muy nervioso y preocupado, aprovechaba la colilla de un cigarro para encenderme el siguiente y, mientras tanto, el anemómetro marcaba 28 nudos de viento y los pantocazos eran terribles. El Ro levantaba la proa y se precipitaba contra el valle de la ola. Inmediatamente otra ola lo catapultaba hacia arriba y volvíamos a estrellarnos contra el agua con una nube de espuma, que salía hacia los laterales y nos empapaba en la bañera traída por el viento.
Todos estábamos sentados en la bañera. En la esquina de ambas bandas, a media altura había dos tablas triangulares, a modo de taburete, cogidas al púlpito de popa. Ruth, intentando controlar el mareo, ocupaba la de estribor y Alberto la de babor. El piloto automático nos mantenía a nuestro rumbo pero la costa, a estribor, era siempre la misma.
Bajé a la cabina a estudiar todas las alternativas. Era el único capaz de permanecer dentro sin marearme, de hecho nunca me he mareado, ni siquiera esa vez que monte en un giroscopio y a carcajada limpia veía como, frustrado, el encargado de la atracción me impulsaba cada vez con más fuerza. Cuando paró solamente perdí el equilibrio unos segundos.
La nueva carta valía su peso en oro, el destino más cercano era Portimao. Había que navegar unas 5 millas más al WNW y luego virar a estribor para entrar en una ría donde, ya a resguardo, se encontraba a babor la marina. Observé el plotter. En una hora nos habíamos desplazado apenas milla y media. Las dos mil revoluciones que, estos días de atrás, eran suficientes para llevarnos a cinco nudos ahora a duras penas nos mantenían a rumbo. Subí a cubierta y aceleré el motor. Insté a Ruth y Alberto a que abandonasen los “púlpitos” y se sentasen dentro de la bañera más protegidos. Ruth, en su particular lucha contra el mareo, no quiso hacerme caso. En ese momento una ola más grande de lo normal nos catapultó. Observé impotente, a cámara lenta, como Ruth salía volando, intentando sujetarse al back stay y con destino seguro a las encabritadas aguas. Era lo que nos faltaba, un “hombre al agua”.
Una inyección de adrenalina recorrió mis cuerpo. En fracciones de segundo repasé todo lo que sabía al respecto. Tirar el aro salvavidas, no perder el objetivo de vista, apretar el botón MOB del plotter. ¿cuantos grados tenía que caer para , cuando virara en redondo, volver sobre mi ruta? Esto pasaba por mi cabeza cuando Ruth, todavía en el aire, volaba de forma irremisible hacia el mar. En ese momento Alberto, en un movimiento felino, consiguió atraparla, la abrazó en el aire y juntos cayeron los dos a la bañera.
El reloj recuperó su ritmo. El estrés del momento hizo que por mi boca saliesen sapos y culebras. Soy de carácter tranquilo y no suelo perder los estribos, pero la tensión acumulada, junto a la inseguridad por la falta de experiencia, me habían hecho estallar. Afortunadamente no duró mucho tiempo, tras los primeros exabruptos, a todo el mundo le quedó claro que no se podía salir de la bañera ni para mear.
Penosamente fuimos ganando lentamente barlovento hacia nuestro destino. Los enormes pantocazos amenazaban, a mi criterio, la integridad estructural del barco. ¿Y si en uno de estos golpes el mástil atraviesa el casco?. Pensaba. Tamañas eran mis preocupaciones.
Por fin entramos por la boca de la ría de Portimao, si bien el viento no había bajado mucho, la desaparición de la ola fue un gran alivio. Reduje la marcha para preparar bien la maniobra. Era la primera vez que íbamos a realizar un atraque con unas condiciones tan adversas.
La marina estaba avisada de nuestra falta de pericia. Dos pantalanes en sentido Norte – Sur consecutivos delimitaban la ría con el puerto deportivo, entre los dos estaba la entrada a puerto. Desde el lado norte un marinero llamó nuestra atención. Nos indicó que entrásemos por la puerta y atracásemos en ese pantalán. Entré a puerto, corregimos la altura de las defensas, puse el motor en punto muerto y paralelos al pantalán fuimos perdiendo velocidad hasta que desapareció la arrancada y el abatimiento nos depositó suavemente en el muelle de espera.
Nos felicitamos. La tensión acumulada ya se estaba disipando y volvíamos a bromear y a comentar la intensidad de la jornada. Las oficinas del puerto estaban al final del pantalán Llevamos toda la documentación y nos asignaron una plaza de amarre en el lado norte del puerto, que estaba más cerca del pueblo. “La más fácil que haya para atracar” insistimos. También nos dieron las tarjetas para utilizar las instalaciones portuarias.
El viento, todavía fuerte, nos mantenía pegados al muelle. Tenía que estudiar la maniobra si me quería despegar de este y no estrellarme contra el en un mal movimiento complicado por el abatimiento. Después de pensar un rato decidí la maniobra y se la expliqué a la tripulación. Jaime, junto con el marinero y Miguel ayudarían desde tierra y Natalia, Ruth, y Alberto me acompañarían en cubierta.
Dejamos solo el spring de proa, di avante, al principio flojo pero el abatimiento me impedía salir así que tuve que dar más gas. Empezamos a pivotar suavemente mientras íbamos colocando las defensas entre la proa y el pantalán, cuando ganamos unos cincuenta grados respecto al este un fuerte acelerón atrás y un empujón de Miguel a la proa nos dejó en medio del pasillo.
Tenía la situación controlada pero no podía dormirme en los laureles, el viento soplaba fuerte y tenía que hacer la maniobra a la primera si no quería perder el control. Fui todo lo lento que pude esperando que el marinero, Miguel y Jaime llegasen a la plaza asignada ya que no tenía muy claro cual era y, además, necesitaba su ayuda.
Más fácil no podía ser, había dos plazas libres y podía elegir entre el finger de babor y el finger de estribor. Elegimos el de estribor y el viento nos abatió suavemente sobre el. A los pocos minutos de asegurar las amarras el viento cesó. Extrañados por este particular le preguntamos al marinero a qué era debido. Este nos explicó solemnemente que “en el cambio de marea el viento siempre amaina”. Ese día había aprendido muchas cosas y todavía no había terminado.
Gabi para los amigos