Todo el mundo que ha sufrido una flotilla amarrada al lado sabrá de lo que hablo. Pero hace algún tiempo llegó a mis manos un artículo sobre los graciosos orígenes de esa forma de alquilar barcos. Y se me ocurrió escribir un artículo sobre ello:
A los navegantes les sobrecogen los relatos de mares gruesas y temporales inclementes que empujan a los barcos contra orillas llenas de arrecifes y bajíos, las olas rompiendo en siniestras espumas y los tripulantes, aguerridos, haciendo lo indecible para salir de allí. Pero si hay una visión que hiela la sangre del marino más curtido, cuando se encuentra al ancla en un remoto fondeadero de aguas quietas y seguras, oyendo el murmullo de los pájaros, el zumbido sordo y envolvente de los insectos, interrumpido por el balar de algún rebaño de fieras lanudas y bobas, es ver crecer a lo lejos la silueta inconfundible de la flota enemiga, el color de sus estandartes y el eco creciente de sus dotaciones enfurecidas. Sentir acercarse una “flotilla”.
El desafortunado navegante solitario, perdida su paz interior, abrumado por el griterío y preocupado por la seguridad de su barco, comienza a verse rodeado de naves, cadenas, auxiliares, bañistas y navegantes nerviosos que inician sus maniobras entre bramidos y a velocidades increíbles, ante la mirada atenta y las risotadas de los acompañantes. El jefe, con pocas o muchas palabras, dependiendo del día de la semana en el que suceda el encuentro y cuanto le quede para acabar su misión, procede a la reubicación de anclas, refuerzo de amarras, labores de mecánica, solución de imprevistos, recogida de basuras y desatasque de inodoros.
Pero el verdadero origen de la flotilla de chárter era mucho más aventurero y romántico. Fue un tal Eric Richardson, en 1973 quien por primera vez compró un grupo de 20 barquitos de 25 pies, los Snapdragons, para realizar cruceros en conserva con amigos o clientes en las islas griegas del golfo Sarónico. Viajaban de isla en isla, recalaban en puertos donde nunca antes habían visto un velero e iban mendigando por las casas y cafés a alguna buena señora que les hiciera la cena, la que fuera, y les vendiera unos pocos víveres para el día siguiente.
Si queréis leer el artículo completo y ver el plano y la foto de aquellos primeros veleros de flotilla podéis cliquear aquí.
Hoy sigue siendo una manera popular de hacer turismo, pero, dada la tendencia que se tiene a banalizarlo todo y vaciarlo de significado, las flotas han crecido de tamaño y lo que antes era una juerga; el amarrar todos juntos; ahora se puede convertir en un drama, el día que hace viento. El jefe de flotilla suele ser una joven e inocente criatura, pero al finalizar el verano habrá acabado con todas las cajas de tranquilizantes disponibles a bordo y volverá raudo a su ciudad de origen, donde acabará sus estudios, para no ver nunca, ni de lejos, el mar.
En griego, navegar, flotar y barco; πλέω, επιπλέω, πλοίο; tienen la misma raíz. Así que no os extrañéis, la flotilla también es una forma de navegación, aunque nos pese.
A los navegantes les sobrecogen los relatos de mares gruesas y temporales inclementes que empujan a los barcos contra orillas llenas de arrecifes y bajíos, las olas rompiendo en siniestras espumas y los tripulantes, aguerridos, haciendo lo indecible para salir de allí. Pero si hay una visión que hiela la sangre del marino más curtido, cuando se encuentra al ancla en un remoto fondeadero de aguas quietas y seguras, oyendo el murmullo de los pájaros, el zumbido sordo y envolvente de los insectos, interrumpido por el balar de algún rebaño de fieras lanudas y bobas, es ver crecer a lo lejos la silueta inconfundible de la flota enemiga, el color de sus estandartes y el eco creciente de sus dotaciones enfurecidas. Sentir acercarse una “flotilla”.
El desafortunado navegante solitario, perdida su paz interior, abrumado por el griterío y preocupado por la seguridad de su barco, comienza a verse rodeado de naves, cadenas, auxiliares, bañistas y navegantes nerviosos que inician sus maniobras entre bramidos y a velocidades increíbles, ante la mirada atenta y las risotadas de los acompañantes. El jefe, con pocas o muchas palabras, dependiendo del día de la semana en el que suceda el encuentro y cuanto le quede para acabar su misión, procede a la reubicación de anclas, refuerzo de amarras, labores de mecánica, solución de imprevistos, recogida de basuras y desatasque de inodoros.
Pero el verdadero origen de la flotilla de chárter era mucho más aventurero y romántico. Fue un tal Eric Richardson, en 1973 quien por primera vez compró un grupo de 20 barquitos de 25 pies, los Snapdragons, para realizar cruceros en conserva con amigos o clientes en las islas griegas del golfo Sarónico. Viajaban de isla en isla, recalaban en puertos donde nunca antes habían visto un velero e iban mendigando por las casas y cafés a alguna buena señora que les hiciera la cena, la que fuera, y les vendiera unos pocos víveres para el día siguiente.
Si queréis leer el artículo completo y ver el plano y la foto de aquellos primeros veleros de flotilla podéis cliquear aquí.
Hoy sigue siendo una manera popular de hacer turismo, pero, dada la tendencia que se tiene a banalizarlo todo y vaciarlo de significado, las flotas han crecido de tamaño y lo que antes era una juerga; el amarrar todos juntos; ahora se puede convertir en un drama, el día que hace viento. El jefe de flotilla suele ser una joven e inocente criatura, pero al finalizar el verano habrá acabado con todas las cajas de tranquilizantes disponibles a bordo y volverá raudo a su ciudad de origen, donde acabará sus estudios, para no ver nunca, ni de lejos, el mar.
En griego, navegar, flotar y barco; πλέω, επιπλέω, πλοίο; tienen la misma raíz. Así que no os extrañéis, la flotilla también es una forma de navegación, aunque nos pese.