La próxima escalada rusa con Occidente
A juzgar por las páginas editoriales y las corrientes del Capitolio que conforman y reflejan la percepción que Washington tiene del mundo, se ha demostrado que los agoreros que hacían sonar las alarmas sobre el riesgo de un conflicto militar directo entre Estados Unidos y Rusia a causa de Ucrania estaban equivocados. A pesar de las numerosas advertencias rusas y del ruido de sables nuclear, Estados Unidos ha conseguido suministrar a Ucrania sistemas avanzados de artillería, tanques, aviones de combate y misiles de largo alcance sin que se produjera una contienda existencial, ni siquiera represalias rusas significativas.
Para el coro de halcones de Washington, los beneficios de proporcionar una letalidad cada vez mayor a Ucrania superan los peligros de provocar un ataque ruso directo contra Occidente. Insisten en que Estados Unidos no permita que el temor a un improbable Armagedón bloquee la tan necesaria ayuda a la defensa de Ucrania, especialmente ahora que el impulso del campo de batalla se ha inclinado hacia Rusia. De ahí la reciente decisión de la Casa Blanca de dar luz verde al uso por parte de Ucrania de armas estadounidenses para atacar en territorio ruso reconocido internacionalmente y sus supuestas deliberaciones sobre la colocación de contratistas militares estadounidenses sobre el terreno en Ucrania.
Este razonamiento plantea varios problemas. El primero es que considera que las líneas rojas de Rusia -límites que si se cruzan provocarán represalias contra Estados Unidos o la OTAN- son fijas y no móviles. De hecho, su trazado depende de un solo hombre, Vladimir Putin. Sus juicios sobre lo que Rusia debe tolerar pueden variar según su percepción de la dinámica del campo de batalla, las intenciones occidentales, el sentimiento dentro de Rusia y las posibles reacciones en el resto del mundo.
Es cierto que Putin se ha mostrado bastante reacio a atacar directamente a Occidente en respuesta a su ayuda militar a Ucrania. Pero lo que Putin puede soportar hoy puede convertirse en un casus belli mañana. El mundo sólo sabrá dónde están realmente sus líneas rojas una vez que se hayan cruzado y Estados Unidos se vea obligado a responder a las represalias rusas.
El segundo problema es que, al centrarse estrictamente en cómo podría reaccionar Moscú ante cada una de las ayudas estadounidenses a Ucrania, este enfoque subestima el impacto acumulativo en los cálculos de Putin y el Kremlin. Los expertos rusos están convencidos de que Estados Unidos ha perdido el miedo a la guerra nuclear, un temor que consideran fundamental para la estabilidad durante la mayor parte de la Guerra Fría, cuando disuadía a ambas superpotencias de emprender acciones que pudieran amenazar los intereses esenciales de la otra.
Una cuestión clave que se debate ahora en la élite de la política exterior rusa es cómo restaurar el temor de Estados Unidos a una escalada nuclear, evitando al mismo tiempo un enfrentamiento militar directo que podría descontrolarse. Algunos moscovitas de línea dura abogan por el uso de armas nucleares tácticas contra objetivos bélicos para conmocionar a Occidente y devolverle la sobriedad. Expertos más moderados han planteado la idea de una prueba de demostración de una bomba nuclear, con la esperanza de que las imágenes televisadas del característico hongo nuclear despierten a la opinión pública occidental de los peligros de una confrontación militar. Otros abogan por atacar un satélite estadounidense que proporcione información sobre objetivos a Ucrania o por derribar un avión no tripulado de reconocimiento estadounidense Global Hawk que vigile Ucrania desde el espacio aéreo sobre el Mar Negro. Cualquiera de estas medidas podría desembocar en una crisis alarmante entre Washington y Moscú.
Bajo estos debates internos rusos subyace el consenso generalizado de que, a menos que el Kremlin trace pronto una línea dura, Estados Unidos y sus aliados de la OTAN no harán sino añadir armas más capaces al arsenal ucraniano, lo que acabará amenazando la capacidad de Moscú para detectar y responder a ataques contra sus fuerzas nucleares. Incluso la mera percepción de una creciente implicación occidental en Ucrania podría provocar una peligrosa reacción rusa.
Sin duda, estas preocupaciones influyeron en la decisión de Putin de visitar Corea del Norte y resucitar el tratado de defensa mutua que estuvo en vigor desde 1962 hasta la desaparición de la Unión Soviética. «Suministran armas a Ucrania, diciendo: Aquí no tenemos el control, así que la forma en que Ucrania las utilice no es asunto nuestro. ¿Por qué no podemos adoptar la misma postura y decir que suministramos algo a alguien pero no tenemos control sobre lo que ocurre después? Que se lo piensen», declaró Putin a los periodistas tras el viaje.
La semana pasada, tras un ataque ucraniano contra el puerto de Sebastopol, en Crimea, en el que municiones de racimo suministradas por Estados Unidos mataron al menos a cinco bañistas rusos e hirieron a más de 100, las autoridades rusas insistieron en que un ataque de ese tipo sólo era posible con la ayuda de la orientación por satélite de Estados Unidos a Ucrania. El Ministerio de Asuntos Exteriores convocó al embajador de EE.UU. en Moscú para acusarle formalmente de que EE.UU. «se ha convertido en parte del conflicto», prometiendo que «definitivamente seguirán medidas de represalia». El portavoz del Kremlin anunció que «la implicación de Estados Unidos, la implicación directa, a consecuencia de la cual mueren civiles rusos, no puede quedar sin consecuencias».
¿Van los rusos de farol, o se acercan a un punto en el que temen que las consecuencias de no trazar una línea dura superen los peligros de precipitar una confrontación militar directa? Argumentar que no podemos saberlo, y que por tanto deberíamos proceder a desplegar contratistas militares norteamericanos o instructores franceses en Ucrania hasta que las acciones de los rusos se correspondan con sus belicosas palabras, es ignorar los problemas muy reales a los que nos enfrentaríamos a la hora de gestionar una crisis bilateral.
A diferencia de 1962, cuando el Presidente John F. Kennedy y su homólogo ruso Nikita Khrushchev protagonizaron el famoso «cara a cara» durante la crisis de los misiles cubanos, ni Washington ni Moscú están bien posicionados para hacer frente a una perspectiva tan alarmante como la actual. En aquella época, el embajador soviético era un invitado habitual en el Despacho Oval y podía mantener un diálogo clandestino con Bobby Kennedy más allá de la mirada de los detectives de Internet y la televisión por cable. Hoy, el embajador ruso en Washington es un paria estrechamente vigilado. La diplomacia de crisis requeriría un intenso compromiso entre un despectivo Putin y un envejecido Biden, ya sobrecargado con la contención de una crisis en Gaza y la dirección de una campaña electoral cuya dinámica desalienta cualquier búsqueda de compromiso con Rusia. Los niveles de desconfianza mutua entre Estados Unidos y Rusia se han disparado. Dadas las circunstancias, los errores y las percepciones erróneas podrían resultar fatales, incluso si -como es probable- ninguna de las partes desea una confrontación.
Los momentos cruciales de la historia a menudo sólo se conocen en retrospectiva, después de que una serie de acontecimientos produzcan un resultado definitivo. Discernir esos puntos de inflexión mientras los acontecimientos están en marcha, y todavía tenemos cierta capacidad para influir en su curso, puede resultar enloquecedoramente difícil. Es posible que hoy estemos dando tumbos hacia un momento así.
George Beebe es director del programa Grand Strategy del Quincy Institute for Responsible Statecraft, un raro think tank de Washington independiente. Fue director de análisis sobre Rusia de la CIA.
Publicado en: The Coming Russian Escalation With the West – Quincy Institute for Responsible Statecraft )
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