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Un bonito texto marinero que he desayunado esta mañana y he pensado en compartido:
CHOCAR CON UNA ISLA
Una pareja de navegantes Españoles, realizaban un crucero por el mar Rojo en su velero “Uke”, ketch de acero de construcción artesanal.
Él es Pepe Ribés, un conocido crucerista, regatista, instructor y “trasladador” de barcos. Y de ella, como en la generalidad de los casos, sólo trasciende su nombre, Agneta.
Ocurrió a fines de los ´80, por lo cual, el posicionamiento en la carta náutica se obtenía por sextante. Y ese día, la reverberación debido al calor y humedad se supone que infringió el error.
EL RELATO
“…a aquella hora que mas bien quisiera olvidar, entré en mi turno de guardia. La noche estaba despejada. Hacía frío y la humedad se calaba honda. Por aquellas latitudes es muy grande el contraste de temperaturas entre el día y la noche.
Mi pensamiento se encontrado algo agitado quizás, porque algo presentía. Tal vez fue Uke quien pretendió avisarme. O tal vez ese sentido que se despierta como un radar natural cuando se llevan muchas millas navegadas bajo los piés.
Recuerdo que oteé una vez más el oscuro horizonte sin ver nada fuera de lo normal. El fuerte viento hacía que Uke sacara bigotes desde sus amuras. Bajé a la cabina a hacerme un té.
Apenas un instante después sentí el seco, brusco y rápido salto, seguido de un continuo y horroroso ruido de roces, resquebrajamiento y choque contra algo.
Me catapulté de un brinco hacia el exterior.
-Hemos encallado!- me gritó Agneta sacando su cabeza por el tambucho de popa.
-Imposible!- Grité yo creyendo que nos habíamos ido contra algún mercante.
Pero allí estaba, desde tiempos remotos, desde siempre, desde que el mundo es mundo, desde mque los márgenes de este mar se separaron.
Frente a nosotros se alzaba una isla con sus barreras de arrecifes, “Zabagard”, solitaria y sin faro, situada a treinta millas de la costa.
Su gran masa gris parecía un monstruo marino que iría a tragarnos con sus fauces de coral.
En ese momento llevábamos el viento de popa con todo el aparejo arriba.
Con el primer choque de Uke sobre el arrecife, debimos saltar la primera barrera y al entrar en el canal interior, continuó su marcha sobre las duras formaciones empujado por el viento portante.
Mi primer reacción fue bajar todas las vela y soltar todas aquellas retenidas tan bien trincadas durante el día y que ahora parecían resistirse a ser aflojadas, liándose en cualquier cornamusa, tensor o arista que hallaban a su paso.
Espuma de rompientes que salpicaban, roces contra el coral, brutales choques que nos hacían vibrar hasta la perilla del palo.
Con un desagradable sabor en mi boca, puse en marcha el motor y embragué sin perder tiempo, queriendo frenar la marcha avante de Uke. Aceleré a tope, pero el barco no detuvo su alocado avance. La única reacción del motor encaminándose a los infiernos, fue echar humo y más humo.
Ni la marcha adelante, ni la marcha atrás variaban la velocidad. Entonces supuse que habíamos perdido alguna pala de la hélice, y ese pensamiento me atormentó aún más pues en aquella situación y sin motor sólo se podía esperar un milagro. Unas amenazantes siluetas de rocas con sus rompientes de espuma blanca como afiladas dentaduras se perfilaban justo por proa.
Volví a izar la vela mayor en un intento de que Uke tomase arrancada y pudiese virar, pero ya estábamos en aguas de tan poco fondo que no podíamos maniobrar.
Las olas golpeaban el casco con saña, sin piedad, y nos empujaban hacia aquellas rompientes cada vez mas próximas.
Mis ojos estaban secos, o tal vez mis lágrimas fueron arrastradas por el viento, porque puedo asegurar que en mi interior lloraba y lloraba de rabia.
El embate del mar seguía arrastrándonos, dando saltos y golpes contra todas las rocas que se encontraban en nuestro camino hacia las rompientes.
Yo no me detenía. Iba de proa a popa como perdido, improvisando, imaginando, pensando, desatando y atando.
En un instante, corté los cabos que sostenían el auxiliar y lo tiré al agua. Ya tenía preparada el ancla de reserva con cincuenta metros de cabo sin estrenar, preparada para una de éstas ocasiones excepcionales, de ésas que uno jamás espera que se presenten.
Cuando me dirigí hacia popa para saltar al bote, una ola mayor que las demás nos proporcionó una escora casi hasta la horizontal, y nos dejó atravesados a las olas y provocando que Uke comenzara a dar golpes con su pantoque contra la muralla del arrecife.
Me precipité al mar con aquel mazo de cabo enrollado en mi cuerpo y tuve la suerte de quedar sujeto por mi arnés. Todo indicaba que éste iba a ser el fin de nuestro barco. Pero en esta situación, una fuerza interior que me empujó a seguir, a realizar todo lo que se me ocurriese hasta que mi cuerpo no pudiera más, hasta que el agotamiento me dejase como a mi barco.
Me encontré remando con un solo remo contra el oleaje encabritado, de pié apoyando las rodillas contra la proa de mi pequeño óptimist. Di fuertes paladas a uno y otro lado hasta que dejé caer el ancla cuando el cabo no dio más de sí. Y regresé tomándome del mismo para que olas y viento no me pasaran de largo. Una vez a bordo, tiramos con toda las fuerzas de nuestros cuerpos de aquél cordón umbilical que configuraba la última esperanza. Y lo hicimos firme al molinete del ancla.
Uke pareció aproarse un poco y detener su marcha. El cabo se tensaba como cuerda de guitarra.
Levantando todas las tapas de los tambuchos, hallé en el fondo de la sentina, el ancla mayor de respeto. De nuevo y haciendo grandes equilibrios, remé contra la marejada rompiente hasta dejar caer el hierro abierto por el través.
Sin detener mi desesperada marcha por cubierta pensando e imaginando, grité a Agneta que preparase un bolso de abandono por si nos veíamos en la emergencia de nadar hacia tierra.
Aquella idea nefasta me gritaba todo el tiempo en la mente, pero no me rendía y en todo momento continuaba elucubrando soluciones dentro del abismo de ese futuro incierto. Uke lloraba, gritaba, suplicaba ayuda, me pedía que no lo abandonase.
Tirando simultáneamente desde el molinete del ancla, y desde el winche del cóckpit, fuimos, palmo a palmo cobrando ambas anclas con movimientos fatigosamente lentos qpero que eran efectivos. Estábamos agotados, con las manos doloridas por los roces, los cortes, los golpes, pero seguíamos tirando de aquellos cabos aunque no supiéramos con seguridad que aquello fuera nuestra salvación. Pero al fin habíamos detenido la caída hacia el naufragio sin retorno.
Casi al amanecer y con la primera claridad pudimos observar un tono de aguas más claras cerca de nosotros dudando que quizás era nuestra imaginación implorando una vía de escape. Pero aquello nos daba un atisbo de esperanza si en verdad se trataba de un canal natural con profundidad apenas para zafar.
Como era la única esperanza, continuamos tirando con nuevas expectativas y nuevas fuerzas surgidas de no sé dónde.
Al alcanzar aquella zona clara, Uke se adrizó por completo. Continuamos tirando un rato mas de las anclas hasta quedar aproados al viento. Supimos entonces que sólo tendríamos una oportunidad.
Agneta tomó el timón y yo subí las velas con toda celeridad. Cuando Uke recibió el viento de lleno en todo el trapo, escoró hundiendo una banda en las aguas y comenzó la arrancada. La suerte estaba hechada, de modo que fui casando del cabo del través tal como me pedía el barco.
En ese momento una gran ola golpeó el casco e inundó completamente el óptimist que llevábamos abarloado. Uke dio un frenazo a consecuencia de ese peso adicional y repentino. Sin pensarlo más, dí un corte con la navaja al cabo de remolque del auxiliar que lentamente se perdió en la estela sacrificándose para dejar libre el camino de Uke hacia la salvación.
En la última mirada a la isla, vimos sobre las rocas de la orilla, la sombra gris de un enorme velero que se destacaba en el amanecer arenoso. Todavía mostraba unos mechones de vela que colgaban del palo mayor.
Uke estaba en plena velocidad cuando solté el último cabo de la segunda ancla salvadora.
Salíamos hacia alta mar.
Salíamos hacia la vida…”
extraído del libro "Estela blanca en el mar rojo" de ed. Noray